viernes, 21 de septiembre de 2018

Historia teológica de la Iglesia católica - resumen


G. Lafont – Historia Teológica de la Iglesia Católica - Ensayo de periodización [1]

0. Introducción

Los dos primeros siglos: una reflexión interior al cristianismo mismo, entendido como camino.
La patrística: acento en la verdad (ortodoxia) con definiciones lógicas y organización enciclopédica.
Modernidad: el conocimiento de la verdad nace de la razón iluminada por la fe ( iluminación); ulteriormente, la racionalidad lógica y objetiva cede el lugar a la racionalidad matemática y subjetiva.


1. Un cristianismo en expectativa escatológica

Se espera un inminente retorno de Jesús.
El cristianismo de este primer período tiene un valor paradigmático y se define por lo escatológico, mediante la narración y su interpretación, la liturgia y su celebración, la ética en su fidelidad.


2. El cristianismo y la cultura de lo Uno: gnosis y ontología

Los grandes intelectuales prenicenos (Clemente y Orígenes)
Ambiente: neoplatonismo: gnosis, simbólica de lo Uno, apofatismo e intelectualismo,
unión mística con lo Uno por medio de purificaciones e iluminaciones de naturaleza inteligible.
La caridad se entiende como la verdad en el obrar.
El camino es una gnosis bajo el signo del logos.
Es importante decir la verdad con precisión (ortodoxia)
Dualismo latente: la materia, el mal y las pasiones se oponen a la luz
Se subraya muy fuertemente el aspecto doctrinal e intelectual del cristianismo, que también es

 testimonio, memorial y caridad.
También es un peligro el otro extremo: el rechazo de la inteligencia o de la razón…


3. Figuras del cristianismo occidental

3.1. Simbólica de lo Uno y figura del hombre

Se puede decir que el cristianismo occidental –desde su origen con el imperio carolingio hasta hoy‒ está bajo una perspectiva dominada globalmente por la simbólica de lo Uno.
Esto subraya la importancia de las mediaciones del destino del hombre tanto en el campo de lo institucional (mediación política y/o sacerdotal) como en el campo intelectual (mediación del pensamiento y del símbolo).
Estos dos campos se han desarrollado de manera contrastante, de acuerdo a la lógica de oposición que atraviesa la búsqueda de lo Uno.


3.2. Estructuras institucionales y antiestructuras

La primera figura estructural es la del imperio carolingio (Carlomagno 814) vinculado con la cristiandad gregoriana (Gregorio VII 1085), cuyo rasgo característico es una centralización crecientemente intensa, desde la coronación de Carlomagno hasta la proclamación solemne del primado papal en el Vaticano I.[2]
En ambos casos hay una función personal unificadora de la estructura.[3]
Y el instrumento intelectual de las estructuras es el derecho (desde el derecho carolingio hasta el CIC de 1917), pero con un impronta de filosofía política de inspiración neoplatónica que constituye una interpretación teórica y práctica del primado de Pedro y de la existencia de un sacerdocio cristiano.
Desde 1074 hasta nuestra época esto se refuerza sin cesar y desde el Vaticano II nos interrogamos sobre su posible modificación.

Las “antiestructuras” por su parte subrayarán la necesaria reforma de la Iglesia, la descentralización, remarcando la dimensión del “más allá” que también es típica de la mentalidad de lo Uno (a veces, con derivaciones milenaristas). Remarcan la jerarquía de la santidad en oposición a la jerarquía sacerdotal,[4] y la importancia de la Palabra mas que de los sacramentos.


3.3. Sistemas intelectuales y antisistemas

En el campo intelectual nacen “sistemas de cristianismo” el primero de los cuales es el de Juan Scoto Erígena (877) vinculado, por medio del Pseudo-Dionisio, a la sistemática rigurosa del neoplatonismo tardío de Proclo. Luego, por medio de San Alberto, el Cusano y Leibniz esta influencia llega al mayor representante de esta figura, que es Hegel.
Los antisistemas se relacionan sobre todo con la salvación de un mundo de pecado y la teología monástica y continúan la vía anagógica de la exégesis antigua. Luego aparece la mística apofática (de nuevo: Ps-Dionisio) desde Eckhart a San Juan de la Cruz, la protestación de la fe desde Lutero a Kierkegaard, y la defensa de la devoción popular sobre un fondo de jansenismo antimoderno (S XVII y XIX).


3.4. Tres umbrales de modernidad [conciencias de autonomía]

Al final de la Edad Media el hombre atraviesa un umbral antropológico y se descubre como sujeto pensante, activo y responsable, valorando la libertad (lo cual entraña un rechazo de la iluminación y de la jerarquía)
En el Renacimiento, franquea un umbral epistemológico: se pasa de un cosmos entendido “de arriba hacia abajo” (emanaciones) ‒y que implicaba las mediaciones “de abajo hacia arriba”‒ a un cosmos infinito que se descubre por medio de las matemáticas… lo cual también implica un “desencantamiento” del cosmos que ya no está ligado a componentes astrológicos, divinos o angélicos.
Finalmente, con las revoluciones americana y francesa el hombre se descubre como sujeto político, y se va haciendo un difícil aprendizaje de un modo de gobierno cuya referencia primera es la comunidad de los gobernados.


3.5. El rechazo de las instituciones

3.5.1. En el campo de las estructuras

   Se podría pensar que esos umbrales de modernidad condujeron a un rectificación relativa de la simbólica de lo Uno ‒verticalista, jerárquica y apofática‒ en beneficio de otra que pudiera valorar mejor la inmanencia; pero las cosas fueron más complejas y diversificadas que esto.
   En la Iglesia, el combate del papado es mantener las orientaciones institucionales ligadas con la simbólica de lo Uno, lo cual armoniza con el primado del Papa en el gobierno y en la enseñanza. La centralización se refuerza aún más. Los movimientos religiosos ‒que podrían haber funcionado como “antiestructuras”‒ adquieren una organización universal y se convierten en sostén de la Santa Sede y de su misión.
   Y en los Estados, la simbólica de lo Uno se mantiene en una búsqueda de hegemonías que derivará en las guerras europeas y, más tarde, en las rivalidades socioeconómicas.

3.5.2. En el campo de los sistemas

   En el campo cultural, esos umbrales de modernidad llevaron a cambios que tendieron a establecer cada vez más la autoridad inmanente de la razón. Este reconocimiento del hombre como sujeto autónomo requeriría ‒en una plazo más o menos largo‒ una nueva apreciación del hombre y de su salvación y también una especie de reorganización de la Iglesia, mediadora de la salvación.
   La propuesta de Santo Tomás, en el contexto de la primera modernidad, se funda en los recursos de la simbólica del ser, que tiende a organizar ‒por medio de la analogía‒ los diversos niveles de la realidad de un modo que respeta la unidad y la diversidad, mediante una delicada articulación de la razón y de la fe; de la libertad, de los mandamientos y de la gracia; de la creación y de la encarnación. Pero esta actitud ‒a la vez fiel y abierta‒ fue desgraciadamente rechazada, pues no se supo distinguir su racionalismo moderado, de los racionalismos que amenazaban la fe y la disciplina de la Iglesia.
   Con esto, quedó el campo libre para el retorno de la simbólica de lo Uno, sea en formas de “antisistemas” (que ignoraban el racionalismo naciente), sea como mística especulativa; o decididamente opuestas a esas formas, como la teología de la Cruz (sea en la forma espiritual de Buenaventura, o en la forma radical de Lutero).
   Pero la simbólica de lo Uno podía operar de un modo distinto y convertir la anagogía en eisagogía: ahora lo Uno es entendido en clave horizontal (y vinculado con la categoría tiempo) y que remite a un futuro absoluto.[5]
   A medida que se desarrolla una racionalidad de tipo clasificatorio (nominalismo) o matemático (cosmología) el lugar de un Dios trascendente se aleja cada vez más. También se abandona el símbolo, y la razón suficiente se extiende universalmente, sin dejar lugar a una revelación histórica y sobrenatural.
  Ante esto, la Iglesia católica se repliega en un catecismo elemental con acentos negativos (pecado original y angustia por la salvación), remarca la autoridad del sacerdote dispensador de los sacramentos; prohíbe incluso tomar conocimiento de los escritos de la cultura naciente (Inquisición, Index); mantiene la autoridad exclusiva de un magisterio, por otra parte poco iluminado, y que –en todo caso‒ no es escuchado por aquellos que han aceptado la autoridad de la razón humana.
   Si estas breves descripciones son exactas, se puede decir que desde finales del S XVIII nos encontramos frente a dos mentalidades opuestas y cerradas: la de las “luces” y la del catolicismo.


4. La modernidad bajo sospecha

4.1. Descripción

   A partir de 1830 la modernidad queda bajo sospecha, a causa de los fracasos que se producen en los sectores que la misma modernidad había abierto, de la autonomía subjetiva, epistemológica y política: no se desemboca en una verdadera evaluación de la sexualidad, haciendo derecho en particular a la especificidad de la mujer; no se alcanza una idea equilibrada del cosmos, ni se obtiene un equilibrio político, social, internacional estable.
   Al mismo tiempo las nuevas ciencias humanas sostienen la sospecha, al indicar los condicionamientos históricos o estructurales del hombre que pueden conducir a esos fracasos.
   Esta sospecha adquiere una dimensión considerable, sobrepasando el ámbito de la modernidad y se llega a hablar del “fin de la civilización occidental”. Tal diagnóstico puede provocar derivaciones distintas: desde el deseo de construir algo nuevo hasta la actitud desesperanzada de la “era del vacío”… También puede revalorizar la búsqueda espiritual, que aparece siempre ligada a la búsqueda angustiada de lo Uno: la expectativa hegeliana, las místicas orientales, el retorno de Eckhart o la mística apofática. De todos modos, el contexto es siempre de “pensamiento débil” donde la aparición de grandes síntesis o proyectos parece, por el momento, imposible.
   Pero la sospecha no alcanzará para marcar el fin de la modernidad: se han abierto caminos que permanecen como el valor de la inmanencia o de la libertad y creatividad. Y la crítica de la razón suficiente y liberal no alcanza a desplazar el valor de la razón, sobre todo en el campo de la ciencia y de la técnica y ‒en gral‒ allí donde la matemática manifiesta su efectividad.
   La cuestión sería, más bien, cómo aprovechar la sospecha para poder remontar los fracasos indicados.


4.2. El retorno de la teología católica

   Es aquí donde quizás la teología católica pueda hacer una contribución, pues ‒desde hace un siglo y de distintos modos‒ ella ha practicado una especie de sospecha sobre la forma rígida que ha tomado desde hace siglos al mensaje cristiano. Y esta sospecha es el reverso de una actitud positiva: buscar una expresión culturalmente adecuada de la fe cristiana después de un período signado por elementos estrechos y negativos: un universo teológico triste, centrado en el individuo, marcado por el pecado original y la angustia de la salvación, definido por un conjunto de verdades a creer tal como están dictadas y de deberes a cumplir tal como están mandados, dominado por un mundo sacerdotal que era el único capaz de perdonar los pecados, garantizar la  salvación y exponer la verdad con autoridad.
  Pero, como dijimos, la sospecha es el reverso de una búsqueda cuyos rasgos principales serían los siguientes.
   En primer lugar, reabrir la teología cristiana al elemento simbólico, como el ámbito no conceptual que está en la base del conocimiento, con una percepción intensa del nacimiento y de la muerte, de la vida, la relación, el amor y la violencia, siendo la sexualidad un lugar simbólico privilegiado. Lo simbólico que está más allá del decir y del hacer, incluso más allá de lo real, al menos en el nivel limitado en que nosotros podemos captarlo. El registro simbólico revaloriza el valor invocativo y evocativo del lenguaje, aspectos que se manifiestan especialmente en la liturgia, que es el campo de la relación simbólica con Dios. Y de aquí podemos remontarnos a la gran simbólica de Dios con los hombres en Jesucristo que en principio es objeto, no de un conocimiento doctrinal, sino de una narración, de un testimonio y de una fe; y que también implica una dimensión ética pues celebra la muerte y la resurrección de Cristo en favor de todos los hombres.
   En segundo lugar, reabrir la teología cristiana a la dimensión histórica de la fe, en el doble nivel de la realidad y del conocimiento. Aquí tiene un lugar prioritario la Sagrada Escritura, y la gran cuestión es hacer justicia a varias historicidades:
- los caminos humanos por medio de los cuales se manifestado y realizado el designio salvífico de Dios
- la vida verdaderamente humana de Jesús en relación a su Padre, a sí mismo y a los hombres
- la historia de la Iglesia, esencialmente articulada con la historia humana (distintas pero no separadas)
   Estas tres tareas remarcan una misma problemática filosófica: el conocimiento histórico, en sí mismo y en relación con otros registros de conocimiento (situación espacio-temporal del sujeto cognoscente; orientación espiritual e histórica de su deseo; la carga hermenéutica de su fe; investigación de las fuentes; y probabilidad de las síntesis obtenidas).
   Y el conocimiento histórico se articula bien sobre el conocimiento litúrgico/simbólico pues ambos superan las dimensiones puramente humanas del saber y del hacer; y ambas se vinculan con el evento imprevisible (aunque accesible a una cierta inteligencia de la fe) de la encarnación del Hijo de Dios y la vida humana de Jesús.
   En tercer lugar hay que adaptar el pensamiento y las prácticas de las formas institucionales para que correspondan con el reconocimiento del hombre como un sujeto libre. En el plano civil: el reconocimiento de la Iglesia de las formas democráticas. En el plano interno: revisar las lecturas de ciertos hechos pasados y el esfuerzo por superar situaciones de estancamiento (ecumenismo) y una revisión crítica de la figura institucional que tomó la Iglesia después de Gregorio VII (inspiración neoplatónica, pesimismo). El Vaticano II puso los principios teológicos de tal revisión, pero ella está sólo insinuada en la plano canónico lo cual pone en peligro, incluso lo ya conseguido en ese camino.
   Finalmente, en cuarto lugar establecer una justa percepción de la relación entre razón y fe, respetando la competencia de la primera y la trascendencia de la segunda y, a este fin, restablecer una ontología que distinga los niveles del ser y de la historia, y que asuma el uso analógico de la palabra. Tal metodología es válida no sólo para la expresión dogmática de la fe sino también para establecer la institución eclesial (semper reformanda).


   Si lo dicho es básicamente correcto nos encontramos ante un primado de lo litúrgico, con un lenguaje doxológico, eucarístico, narrativo mediante una reflexión filosófica sobre la palabra.
   Y también con la toma en consideración de lo histórico (escatológico) en el doble aspecto narrativo y hermenéutico. Y una ética bajo el signo de la alabanza y en peregrinación hacia Dios.
   De este modo la ortodoxia quedará ligada a la verdad implicada tanto en la actitud litúrgica, como en la encarnación histórica y en la praxis interhumana.[6]


[1] Resumen traducido de: G. Lafont, Histoire théologique de l´Église catholique. Itinéraire et formes de la théologie, Cerf, Paris, 1994, 15-42
[2] No deja de ser un símbolo significativo que los dos eventos tienen lugar en la Basílica de San Pedro.
[3] Todavía en tiempos de Pio XII (1946) se dice que el Papa tiene “plena y suprema jurisdicción sobre el mundo entero”; en tiempos de Pablo VI (1975) se pasa a decir “sobre toda la Iglesia”.
[4] Notar que en los dos últimos rasgos no escapan al paradigma reinante: también recurren a lo Uno y a lo jerárquico.
[5] La figura original de lo Uno es vertical y vinculada con el espacio: el “más allá” está en lo alto.
[6] Se podrían relacionar estos elementos con Hch 2,42 y los cuatro pilares del cristianismo como los presenta el CCE, sobre todo si le agregamos el elemento de oración y de mística de la peregrinación que está al final del párrafo anterior.

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