G. Lafont – Historia
Teológica de la Iglesia Católica - Ensayo de periodización [1]
0. Introducción
Los dos primeros
siglos: una reflexión interior al cristianismo mismo, entendido como
camino.
La patrística:
acento en la verdad (ortodoxia) con definiciones lógicas y organización
enciclopédica.
Modernidad: el
conocimiento de la verdad nace de la razón iluminada por la fe (≠ iluminación);
ulteriormente, la racionalidad lógica y objetiva cede el lugar a la
racionalidad matemática y subjetiva.
1. Un cristianismo en
expectativa escatológica
Se espera un inminente retorno de Jesús.
El cristianismo de este primer período tiene un valor
paradigmático y se define por lo escatológico, mediante la narración y su
interpretación, la liturgia y su celebración, la ética en su fidelidad.
2. El cristianismo y
la cultura de lo Uno: gnosis y ontología
Los grandes intelectuales prenicenos (Clemente y Orígenes)
Ambiente: neoplatonismo: gnosis, simbólica de lo Uno,
apofatismo e intelectualismo,
unión mística con lo Uno por
medio de purificaciones e iluminaciones de naturaleza inteligible.
La caridad se entiende como la verdad en el obrar.
El camino es una gnosis bajo el signo del logos.
Es importante decir la verdad con precisión (ortodoxia)
Dualismo latente: la materia, el mal y las pasiones se
oponen a la luz
Se subraya muy fuertemente el aspecto doctrinal e
intelectual del cristianismo, que también es
testimonio, memorial y caridad.
También es un peligro el otro extremo: el rechazo de la
inteligencia o de la razón…
3. Figuras del
cristianismo occidental
3.1. Simbólica de lo
Uno y figura del hombre
Se puede decir que el cristianismo occidental –desde su
origen con el imperio carolingio hasta hoy‒ está bajo una perspectiva dominada
globalmente por la simbólica de lo Uno.
Esto subraya la importancia de las mediaciones del destino
del hombre tanto en el campo de lo institucional (mediación política y/o
sacerdotal) como en el campo intelectual (mediación del pensamiento y del
símbolo).
Estos dos campos se han desarrollado de manera contrastante,
de acuerdo a la lógica de oposición que atraviesa la búsqueda de lo Uno.
3.2. Estructuras
institucionales y antiestructuras
La primera figura estructural es la del imperio carolingio
(Carlomagno †814)
vinculado con la cristiandad gregoriana (Gregorio VII †1085), cuyo rasgo característico es una centralización
crecientemente intensa, desde la coronación de Carlomagno hasta la proclamación
solemne del primado papal en el Vaticano I.[2]
En ambos casos hay una función personal unificadora de la
estructura.[3]
Y el instrumento intelectual de las estructuras es el
derecho (desde el derecho carolingio hasta el CIC de 1917), pero con un
impronta de filosofía política de inspiración neoplatónica que constituye una
interpretación teórica y práctica del primado de Pedro y de la existencia de un
sacerdocio cristiano.
Desde 1074 hasta nuestra época esto se refuerza sin cesar y
desde el Vaticano II nos interrogamos sobre su posible modificación.
Las “antiestructuras” por su parte subrayarán la necesaria
reforma de la Iglesia, la descentralización, remarcando la dimensión del “más
allá” que también es típica de la mentalidad de lo Uno (a veces, con
derivaciones milenaristas). Remarcan la jerarquía de la santidad en oposición a
la jerarquía sacerdotal,[4]
y la importancia de la Palabra mas que de los sacramentos.
3.3. Sistemas
intelectuales y antisistemas
En el campo intelectual nacen “sistemas de cristianismo” el
primero de los cuales es el de Juan Scoto Erígena (†877) vinculado, por medio del Pseudo-Dionisio, a la
sistemática rigurosa del neoplatonismo tardío de Proclo. Luego, por medio de
San Alberto, el Cusano y Leibniz esta influencia llega al mayor representante
de esta figura, que es Hegel.
Los antisistemas se relacionan sobre todo con la salvación
de un mundo de pecado y la teología monástica y continúan la vía anagógica de
la exégesis antigua. Luego aparece la mística apofática (de nuevo: Ps-Dionisio)
desde Eckhart a San Juan de la Cruz, la protestación de la fe desde Lutero a
Kierkegaard, y la defensa de la devoción popular sobre un fondo de jansenismo
antimoderno (S XVII y XIX).
3.4. Tres umbrales de
modernidad [conciencias de autonomía]
Al final de la Edad Media el hombre atraviesa un umbral
antropológico y se descubre como sujeto pensante, activo y responsable,
valorando la libertad (lo cual entraña un rechazo de la iluminación y de la
jerarquía)
En el Renacimiento, franquea un umbral epistemológico: se
pasa de un cosmos entendido “de arriba hacia abajo” (emanaciones) ‒y que
implicaba las mediaciones “de abajo hacia arriba”‒ a un cosmos infinito que se
descubre por medio de las matemáticas… lo cual también implica un
“desencantamiento” del cosmos que ya no está ligado a componentes astrológicos,
divinos o angélicos.
Finalmente, con las revoluciones americana y francesa el
hombre se descubre como sujeto político, y se va haciendo un difícil
aprendizaje de un modo de gobierno cuya referencia primera es la comunidad de
los gobernados.
3.5. El rechazo de las
instituciones
3.5.1. En el campo de las estructuras
Se podría pensar
que esos umbrales de modernidad condujeron a un rectificación relativa de la
simbólica de lo Uno ‒verticalista, jerárquica y apofática‒ en beneficio de otra
que pudiera valorar mejor la inmanencia; pero las cosas fueron más complejas y
diversificadas que esto.
En la Iglesia, el
combate del papado es mantener las orientaciones institucionales ligadas con la
simbólica de lo Uno, lo cual armoniza con el primado del Papa en el gobierno y
en la enseñanza. La centralización se refuerza aún más. Los movimientos
religiosos ‒que podrían haber funcionado como “antiestructuras”‒ adquieren una
organización universal y se convierten en sostén de la Santa Sede y de su
misión.
Y en los Estados,
la simbólica de lo Uno se mantiene en una búsqueda de hegemonías que derivará
en las guerras europeas y, más tarde, en las rivalidades socioeconómicas.
3.5.2. En el campo de los sistemas
En el campo
cultural, esos umbrales de modernidad llevaron a cambios que tendieron a
establecer cada vez más la autoridad inmanente de la razón. Este reconocimiento
del hombre como sujeto autónomo requeriría ‒en una plazo más o menos largo‒ una
nueva apreciación del hombre y de su salvación y también una especie de
reorganización de la Iglesia, mediadora de la salvación.
La propuesta de
Santo Tomás, en el contexto de la primera modernidad, se funda en los recursos
de la simbólica del ser, que tiende a organizar ‒por medio de la analogía‒ los
diversos niveles de la realidad de un modo que respeta la unidad y la diversidad,
mediante una delicada articulación de la razón y de la fe; de la libertad, de
los mandamientos y de la gracia; de la creación y de la encarnación. Pero esta
actitud ‒a la vez fiel y abierta‒ fue desgraciadamente rechazada, pues no se
supo distinguir su racionalismo moderado, de los racionalismos que amenazaban
la fe y la disciplina de la Iglesia.
Con esto, quedó el
campo libre para el retorno de la simbólica de lo Uno, sea en formas de
“antisistemas” (que ignoraban el racionalismo naciente), sea como mística
especulativa; o decididamente opuestas a esas formas, como la teología de la
Cruz (sea en la forma espiritual de Buenaventura, o en la forma radical de
Lutero).
Pero la simbólica
de lo Uno podía operar de un modo distinto y convertir la anagogía en
eisagogía: ahora lo Uno es entendido en clave horizontal (y vinculado con la
categoría tiempo) y que remite a un futuro absoluto.[5]
A medida que se
desarrolla una racionalidad de tipo clasificatorio (nominalismo) o matemático
(cosmología) el lugar de un Dios trascendente se aleja cada vez más. También se
abandona el símbolo, y la razón suficiente se extiende universalmente, sin
dejar lugar a una revelación histórica y sobrenatural.
Ante esto, la
Iglesia católica se repliega en un catecismo elemental con acentos negativos
(pecado original y angustia por la salvación), remarca la autoridad del
sacerdote dispensador de los sacramentos; prohíbe incluso tomar conocimiento de
los escritos de la cultura naciente (Inquisición, Index); mantiene la autoridad
exclusiva de un magisterio, por otra parte poco iluminado, y que –en todo caso‒
no es escuchado por aquellos que han aceptado la autoridad de la razón humana.
Si estas breves
descripciones son exactas, se puede decir que desde finales del S XVIII nos encontramos
frente a dos mentalidades opuestas y cerradas: la de las “luces” y la del
catolicismo.
4. La modernidad bajo
sospecha
4.1. Descripción
A partir de 1830 la
modernidad queda bajo sospecha, a causa de los fracasos que se producen en los
sectores que la misma modernidad había abierto, de la autonomía subjetiva,
epistemológica y política: no se desemboca en una verdadera evaluación de la
sexualidad, haciendo derecho en particular a la especificidad de la mujer; no
se alcanza una idea equilibrada del cosmos, ni se obtiene un equilibrio
político, social, internacional estable.
Al mismo tiempo las
nuevas ciencias humanas sostienen la sospecha, al indicar los condicionamientos
históricos o estructurales del hombre que pueden conducir a esos fracasos.
Esta sospecha
adquiere una dimensión considerable, sobrepasando el ámbito de la modernidad y
se llega a hablar del “fin de la civilización occidental”. Tal diagnóstico
puede provocar derivaciones distintas: desde el deseo de construir algo nuevo
hasta la actitud desesperanzada de la “era del vacío”… También puede
revalorizar la búsqueda espiritual, que aparece siempre ligada a la búsqueda
angustiada de lo Uno: la expectativa hegeliana, las místicas orientales, el
retorno de Eckhart o la mística apofática. De todos modos, el contexto es
siempre de “pensamiento débil” donde la aparición de grandes síntesis o
proyectos parece, por el momento, imposible.
Pero la sospecha no
alcanzará para marcar el fin de la modernidad: se han abierto caminos que
permanecen como el valor de la inmanencia o de la libertad y creatividad. Y la
crítica de la razón suficiente y liberal no alcanza a desplazar el valor de la
razón, sobre todo en el campo de la ciencia y de la técnica y ‒en gral‒ allí
donde la matemática manifiesta su efectividad.
La cuestión sería,
más bien, cómo aprovechar la sospecha para poder remontar los fracasos
indicados.
4.2. El retorno de la
teología católica
Es aquí donde
quizás la teología católica pueda hacer una contribución, pues ‒desde hace un
siglo y de distintos modos‒ ella ha practicado una especie de sospecha sobre la
forma rígida que ha tomado desde hace siglos al mensaje cristiano. Y esta sospecha
es el reverso de una actitud positiva: buscar una expresión culturalmente
adecuada de la fe cristiana después de un período signado por elementos
estrechos y negativos: un universo teológico triste, centrado en el individuo,
marcado por el pecado original y la angustia de la salvación, definido por un
conjunto de verdades a creer tal como están dictadas y de deberes a cumplir tal
como están mandados, dominado por un mundo sacerdotal que era el único capaz de
perdonar los pecados, garantizar la salvación
y exponer la verdad con autoridad.
Pero, como dijimos,
la sospecha es el reverso de una búsqueda cuyos rasgos principales serían los
siguientes.
En primer lugar,
reabrir la teología cristiana al elemento simbólico, como el ámbito no
conceptual que está en la base del conocimiento, con una percepción intensa del
nacimiento y de la muerte, de la vida, la relación, el amor y la violencia,
siendo la sexualidad un lugar simbólico privilegiado. Lo simbólico que está más
allá del decir y del hacer, incluso más allá de lo real, al menos en el nivel
limitado en que nosotros podemos captarlo. El registro simbólico revaloriza el
valor invocativo y evocativo del lenguaje, aspectos que se manifiestan
especialmente en la liturgia, que es el campo de la relación simbólica con
Dios. Y de aquí podemos remontarnos a la gran simbólica de Dios con los hombres
en Jesucristo que en principio es objeto, no de un conocimiento doctrinal, sino
de una narración, de un testimonio y de una fe; y que también implica una dimensión
ética pues celebra la muerte y la resurrección de Cristo en favor de todos los
hombres.
En segundo lugar,
reabrir la teología cristiana a la dimensión histórica de la fe, en el doble
nivel de la realidad y del conocimiento. Aquí tiene un lugar prioritario la
Sagrada Escritura, y la gran cuestión es hacer justicia a varias
historicidades:
- los caminos humanos por medio de los cuales se manifestado
y realizado el designio salvífico de Dios
- la vida verdaderamente humana de Jesús en relación a su
Padre, a sí mismo y a los hombres
- la historia de la Iglesia, esencialmente articulada con la
historia humana (distintas pero no separadas)
Estas tres tareas
remarcan una misma problemática filosófica: el conocimiento histórico, en sí
mismo y en relación con otros registros de conocimiento (situación
espacio-temporal del sujeto cognoscente; orientación espiritual e histórica de
su deseo; la carga hermenéutica de su fe; investigación de las fuentes; y
probabilidad de las síntesis obtenidas).
Y el conocimiento
histórico se articula bien sobre el conocimiento litúrgico/simbólico pues ambos
superan las dimensiones puramente humanas del saber y del hacer; y ambas se
vinculan con el evento imprevisible (aunque accesible a una cierta inteligencia
de la fe) de la encarnación del Hijo de Dios y la vida humana de Jesús.
En tercer lugar hay
que adaptar el pensamiento y las prácticas de las formas institucionales para
que correspondan con el reconocimiento del hombre como un sujeto libre. En el
plano civil: el reconocimiento de la Iglesia de las formas democráticas. En el
plano interno: revisar las lecturas de ciertos hechos pasados y el esfuerzo por
superar situaciones de estancamiento (ecumenismo) y una revisión crítica de la
figura institucional que tomó la Iglesia después de Gregorio VII (inspiración
neoplatónica, pesimismo). El Vaticano II puso los principios teológicos de tal
revisión, pero ella está sólo insinuada en la plano canónico lo cual pone en
peligro, incluso lo ya conseguido en ese camino.
Finalmente, en
cuarto lugar establecer una justa percepción de la relación entre razón y fe,
respetando la competencia de la primera y la trascendencia de la segunda y, a
este fin, restablecer una ontología que distinga los niveles del ser y de la
historia, y que asuma el uso analógico de la palabra. Tal metodología es válida
no sólo para la expresión dogmática de la fe sino también para establecer la
institución eclesial (semper reformanda).
Si lo dicho es
básicamente correcto nos encontramos ante un primado de lo litúrgico, con un
lenguaje doxológico, eucarístico, narrativo mediante una reflexión filosófica
sobre la palabra.
Y también con la
toma en consideración de lo histórico (escatológico) en el doble aspecto
narrativo y hermenéutico. Y una ética bajo el signo de la alabanza y en
peregrinación hacia Dios.
De este modo la
ortodoxia quedará ligada a la verdad implicada tanto en la actitud litúrgica,
como en la encarnación histórica y en la praxis interhumana.[6]
[1]
Resumen traducido de: G. Lafont, Histoire
théologique de l´Église catholique. Itinéraire et formes de la
théologie,
Cerf, Paris, 1994, 15-42
[2]
No deja de ser un símbolo significativo que los dos eventos tienen lugar en la
Basílica de San Pedro.
[3]
Todavía en tiempos de Pio XII (1946) se dice que el Papa tiene “plena y suprema
jurisdicción sobre el mundo entero”; en tiempos de Pablo VI (1975) se pasa a
decir “sobre toda la Iglesia”.
[4]
Notar que en los dos últimos rasgos no escapan al paradigma reinante: también
recurren a lo Uno y a lo jerárquico.
[5]
La figura original de lo Uno es vertical y vinculada con el espacio: el “más
allá” está en lo alto.
[6]
Se podrían relacionar estos elementos con Hch 2,42 y los cuatro pilares del
cristianismo como los presenta el CCE, sobre todo si le agregamos el elemento
de oración y de mística de la peregrinación que está al final del párrafo
anterior.
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